martes, 21 de enero de 2014

APUNTE TOMISTA – SOBRE LA VANIDAD





(Comentarios a la Suma Teológica redactados por el Dr. Klaus Droste, decano de la Facultad de Psicología de la Universidad Gabriela Mistral).

“Sin embargo, tal como la magnanimidad implica una justa aplicación de la razón en relación al honor y la grandeza, existe también un desorden posible del ánimo por exceso en la búsqueda de las alabanzas, preámbulo de la soberbia, llamado vanagloria o vanidad.

El reconocimiento y aprobación del propio bien y el deseo de gloria, de suyo no son un vicio y es propio de la magnanimidad el orden en estas materias. No obstante, la gloria, que es un bien, puede resultar vana por tres razones: primero, si se busca donde no existe o en lo que no es digno de ella por ser efímero; segundo, si el juicio de quien se espera la gloria no es cierto; y tercero, si quien la recibe no es capaz de referirla al fin debido  (  I-II, q.132, a.1 in c.). La gloria es un efecto del honor y la alabanza que se tributan, cuyo deseo también es moderado por la magnanimidad. La ausencia de esta virtud empuja al hombre a la vanidad, que es el deseo desordenado de recibir alabanzas.

Existen dos conocimientos esenciales para la perfección del hombre: el conocimiento de sí mismo y el conocimiento del fin último. Todo otro conocimiento constituye una perfección accidental, dentro de los cuales se encuentra el deseo de ser conocido por los demás. El vanidoso pone como fin de su vida el ser conocido y admirado por otros, de modo que transforma una perfección relativa en una perfección absoluta. Esto es fuente de caos para la adecuada conducción de la vida personal ( I-II, q.132).

Debido a este defecto, el hombre se vuelve presuntuoso y excesivamente confiado y se predispone poco a poco a perder los bienes interiores.(, I-II, q.132, a.3 ad.3). Finalmente,termina por caer en la soberbia, que implica odio a la Verdad y al Bien.

Desórdenes manifestativos de la vanidad

La vanidad pone a su servicio una serie de desórdenes en vistas a conseguir su fin, que es la manifestación y reconocimiento de la propia excelencia. A ella se puede tender de modo directo o indirecto.

De modo directo, la excelencia propia se manifiesta mediante las palabras, como cuando se habla de los méritos personales sin que nadie pregunte, haciendo alarde expresa o sutilmente de la grandeza que se posee, lo cual da lugar a la jactancia. Ésta impulsa a hablar demasiado de sí mismo. Si los hechos relatados y comentados son ciertos, surge el afán de novedad, el cual se refiere a hechos insólitos o poco comunes que las personas tienden a admirar. También alude al aumento desordenado de la propia singularidad a través de diversos medios para obtener elogios o parecer más excelente, santo y bueno que los demás.Cuando los relatos son falsos, ya sea en su totalidad o en parte, se habla de hipocresía, mediante la cual se intenta conseguir la alabanza (  II-II, q.38, a.2 in c.).

Indirectamente, se tiende a la vanidad, en primer lugar, por la inteligencia, en la medida en que un hombre no quiere parecer inferior a otro. Esto impide a la persona apreciar las opiniones de aquéllos que son mejores y se aferra a las propias, lo cual se llama pertinacia o porfía. Además, no desea ceder a la voluntad de otros para no pasar por inferior, dando paso entonces a la discordia (II-II, q.38, a.2 in c.).

Otra forma de buscar la admiración con desorden a través del diálogo ocurre cuando, azuzado por la pertinacia, se discute a gritos, lo que da provoca la contienda, que constituye un modo de conversar muy característico del vanidoso. Por último, a través de sus actos el vanidoso pretende revelarse más excelente por la desobediencia, que no le permite cumplir el mandato del superior (II-II, q.132, a.5 in c.).

La discordia y las disputas no son desórdenes que se deban precisamente a la ira; ella las causa en la medida en que la vanidad se le adjunta. Como lo expresa Santo Tomás: “la ira no es causa de discordia y disputas si no va acompañada de vanagloria, es decir, cuando uno se cree tan famoso que no cede a la voluntad o palabras de otros” (II-II, q. 132. a.5 ad.2).

La vanidad es un obstáculo para la amistad, porque “hace jirones la caridad” (San Juan Crisóstomo, La vanidad y la educación de los hijos, n. 1) y es un verdadero incendio en el interior del hombre que destruye todo bien posible. Por vanidad se pueden hacer obras de bien, pero que están viciadas en su raíz. ( I-II, q.132, a.5 ad.3).

La vanidad como impedimento al diálogo fecundo

Lo mismo ocurre con el deseo de hallar la verdad en las conversaciones, que se ve completamente impedido por la vanidad, pues la pertinacia es contraria a la capacidad de mantenerse firme en su opinión si es necesario y de transarla cuando juzga otra como mejor. Se trata de un mal del cual el mismo San Agustín pedía verse libre y del cual afirma: “dos son los defectos, difícilmente tolerables, en el error de los mortales: la presunción antes de conocer la verdad y la testarudez en defender el error una vez demostrada la verdad” (San Agustín, De Trinitate, L.II, pref.1).

El pertinaz es obstinado en mantener y defender su punto de vista, ya que busca la victoria y no la verdad de las cosas. Sus ideas son fijas (I-II, q.138, a.2 in c) y persevera en su opinión más de lo conveniente porque quiere dar a conocer así la propia excelencia, ( I-II, q.138, a.2 ad.1). Encuentra su deleite en esa inmovilidad y, por lo mismo, persiste irracionalmente contra bastantes dificultades (I-II, q.138, a.2 ad.2), a pesar de los buenos argumentos. Y como no puede tolerar la derrota, debido a su misma falta de fortaleza, por un descontrol de la ira resulta con frecuencia que, frente a otro pertinaz, la discusión se resuelve a gritos, disolviendo el encuentro sin ninguna conclusión.

La conversación necesaria para el cultivo de la amistad no es posible cuando hay vanidad, ya que no existe verdadera apertura a acoger lo que el otro quiere comunicar, pues no hay amor a la verdad sino un apego a la mentira y las imágenes, alimentando secretamente la envidia, la pereza y la ira”.