domingo, 24 de febrero de 2013

SAN AMBROSIO Y TEODOSIO EL GRANDE





LVII. 7. (...) En una crónica de la Historia Tripartita se lee lo que sigue: en cierta ocasión el emperador Teodosio, dejándose llevar de su indignación, sin hacer distinción entre responsables e inocentes, mandó matar a casi cinco mil hombres de Tesalónica porque algunos de ellos, durante una sedición, habían apedreado a los jueces de la ciudad. Poco después de esto, estando el emperador de paso en Milán, quiso entrar en la catedral, pero San Ambrosio salióle al encuentro y se lo impidió diciéndole: "Emperador, ¿cómo es posible que te muestres tan enormemente presuntuoso después de haberte dejado llevar de aquel furioso arrebato de ira? ¿Acaso la potestad imperial te ciega hasta el punto de no reconocer el pecado que has cometido? Procura que la razón guíe tus actos de gobierno. Cierto que eres príncipe; pero entiende bien esto: príncipe significa el primero, no el amo. Eres, pues, no el amo de tus semejantes, sino el primero entre ellos, y, si ellos son siervos, siervo también eres tú y el primero de los siervos. ¿Con qué ojos miras el templo del Señor, que es Señor de todos y también Señor tuyo? ¿Cómo te atreves a pretender hollar con tus pies este santo pavimento? ¿Cómo osarías tocar nada con esas manos que chorrean sangre y proclaman tu injusticia? ¿Cómo puedes llevar tu audacia hasta el extremo de intentar tocar con esa boca tuya que mandó criminalmente derramar tanta sangre, el cáliz de la sangre santísima del Señor? ¡Anda! ¡Vete! ¡Aléjate de aquí! No se te ocurra aumentar la perversidad de tu pecado anterior con un segundo pecado de sacrilegio. Acepta esta humillación a la que hoy el Señor te somete, y utilízala como medicina que pueda devolver la salud a tu alma". El emperador obedeció a San Ambrosio, renunció a entrar en el templo, y gimiendo y llorando regresó a su palacio; y fue tanta su pena y tan constantemente prolongado su llanto, que Rufino, uno de sus generales, viéndole un día tras otro y durante muchos tan afligido, preguntóle por qué estaba tan triste. Entonces el emperador le contestó:

-Tú no puedes comprender lo mucho que sufro al ver que las iglesias están abiertas a los siervos y a los mendigos, mientras que a mí se me ha prohibido la entrada en ellas.
Como cada una de las anteriores palabras iban acompañadas de suspiros y sollozos, Rufino le propuso:

-Señor, si quieres, iré a ver a Ambrosio y le pediré que te levante la prohibición y te libre de este impedimento.

-Sería inútil -contestó Teodosio-; ni tú, ni todo el poder imperial conseguirán apartar a ese hombre del cumplimiento de la ley de Dios.

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-Me presentaré ante él y aceptaré cuantos reproches quiera hacerme, pues los merezco.

Seguidamente entró el emperador a ver al santo y le suplicó que le levantase la censura que sobre él pesaba. San Ambrosio nuevamente le intimó la prohibición de mancillar con su presencia la santidad de los lugares sagrados, y luego le preguntó:

-¿Qué penitencia has hecho después de haber cometido tan horrorosas iniquidades?

-Impónme las que quieras; yo las aceptaré -respondió Teodosio.

Inmediatamente, el emperador, tratando de conmover el corazón del santo, le recordó que también David había cometido adulterio y homicidio; pero San Ambrosio le replicó:

-Si has imitado a David pecador imítale también en el arrepentimiento y santidad posteriores.

Mostróse el emperador dispuesto a cumplir humildemente la penitencia pública que el arzobispo tuviera a bien imponerle; éste se la impuso; él la cumplió; y así pudo entrar en la iglesia. El primer día que lo hizo tras de su reconciliación canónica, el emperador avanzó por la nave, llegó hasta el presbiterio y ocupó uno de los sitiales que en el mismo había. San Ambrosio se acercó entonces a él y le preguntó:

-¿Qué haces aquí?

-Esperar a que comience la misa para participar en los sagrados misterios, -respondió Teodosio.

El santo le advirtió:

-Emperador, el presbiterio y toda esta parte del templo aislada con verjas constituyen un lugar especialmente santo, reservado a los sacerdotes; sal, pues, de este recinto y colócate en el sector destinado al pueblo. La púrpura te ha convertido en emperador, pero no en presbítero; ni siquiera en simple clérigo. Ante Dios eres uno más entre los fieles.

Teodosio obedeció inmediatamente, y tuvo en adelante en cuenta esta advertencia, porque cuando regresó a Constantinopla, un día, al asistir a los divinos oficios, se colocó entre la gente, fuera, por tanto, del espacio acotado por las verjas interiores del templo. El obispo, en cuanto lo vio, le invitó a que pasara adentro, pero él le respondió:

-Durante mucho tiempo he vivido sin advertir la diferencia que existe entre un emperador y un sacerdote y sin conocer a un verdadero maestro de la verdad; pero hace poco he conocido a uno digno de este nombre, a un auténtico pontífice: a Ambrosio, el arzobispo de Milán.

Santiago de la Vorágine, La Leyenda Dorada (c.1260), Trad. de J.M. Macías, Alianza, 1982, Madrid, vol. 1, pp. 246-247.


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