miércoles, 17 de octubre de 2012

LA PASIÓN DE LA IGLESIA


Me parece que se puede comparar esta pasión que sufre hoy la Santa Iglesia con la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Ved como han quedado estupefactos los mismos Apóstoles delante de Nuestro Señor amarrado, habiendo recibido de Judas el beso de la traición. Él es conducido cubierto de púrpura, se burlan de Él, lo golpean, lo cargan con la Cruz y los Apóstoles huyen, ellos se escandalizan. No es posible que Aquel que Pedro ha proclamado: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”, sea reducido a esta indigencia, a esta humillación, a este escarnio. No es posible. Ellos huyen de Él.
Sólo la Virgen María con San Juan y algunas mujeres rodean a Nuestro Señor y conservan la fe. Ellos no quieren abandonarlo. Saben que Nuestro Señor es verdaderamente Dios, pero saben también que es hombre. Precisamente esta unión de la Divinidad con la Humanidad de Nuestro Señor ha pre­sentado problemas extraordinarios. Pues Nuestro Señor no solamente ha querido ser hombre, ha queri­do ser un hombre como nosotros, con todas las consecuencias del pecado, pero sin pecado, quedando fuera el pecado; sin embargo, ha querido sufrir todas sus consecuencias: el dolor, el cansancio, el sufri­miento, el hambre, la sed, la muerte. Hasta la muerte, sí. Nuestro Señor ha realizado esta cosa extraor­dinaria que ha escandalizado a los Apóstoles antes de escandalizar a muchos otros que se han separado de Nuestro Señor o no han creído en su Divinidad.
Durante el curso de la historia de la Iglesia se ven esas almas que, asombradas por la debilidad de Nuestro Señor, no han creído que Él era Dios. Es el caso de Arrio. Arrio ha dicho: No; no es posible, este hombre no puede ser nuestro Dios, puesto que Él ha dicho que era menos que su Padre, que su Padre era más grande que Él. Entonces, Él no es Dios. Puesto que Él ha pronunciado esas palabras tan sor­prendentes: “Mi alma está triste hasta la muerte”. ¿Cómo Aquel que tenía la visión beatífica, que veía a Dios en su alma humana y que era entonces mucho más glorioso que enfermo, mucho más eterno que temporal —su alma ya estaba en la eternidad bienaventurada— he aquí que sufre y dice: “Mi alma está triste hasta la muerte”?, y luego pronuncia esas palabras asombrosas que nosotros jamás hubiéramos imaginado en los labios de Nuestro Señor: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Entonces el escándalo, por desgracia, se extiende en medio de las almas débiles y Arrio empuja a casi toda la Iglesia a decir: “No, esta persona no es Dios”.
Otros, al contrario, reaccionarán y dirán: puede ser que todo lo que Nuestro Señor ha soportado, esta sangre que corre, estas heridas, esta Cruz, no sean más que fruto de la imaginación. Ciertamente, son hechos exteriores que han sucedido, pero que no eran reales.  Algo así como el Arcángel San Rafael cuando acompañó a Tobías y le dijo luego: “Vosotros creíais que yo comía cuando tomaba el alimento, pero no, yo me nutro de un alimento espiritual”. El arcángel San Rafael no tenía un cuerpo como el de Nuestro Señor Jesucristo, ni había nacido en el seno de una madre terrenal como Nuestro Señor Jesucristo ha nacido de la Virgen María. “Nuestro Señor era un fenómeno como aquel, parecía comer pero no comía, parecía sufrir pero no sufría”: Estos fueron los que negaron la naturaleza humana de Nuestro Señor, los monofisitas y los monotelitas, que negaron la naturaleza humana y la voluntad huma­na de Nuestro Señor Jesucristo. Los que decían: “todo era Dios en Él. Todo lo que pasó no fueron sino apariencias”. Ved las consecuencias de aquellos que se escandalizan de la realidad, de la Verdad.

Haré una comparación con la Iglesia de hoy. Nosotros estamos escandalizados, sí, verdadera­mente escandalizados de la situación de la Iglesia. Pensábamos que la Iglesia era verdaderamente Divina, que Ella no podía equivocarse jamás, que Ella jamás podía engañarnos. Sí, es verdad, la Iglesia es Divina, Ella no puede perder la Verdad, Ella guardará siempre la Verdad eterna. Pero Ella es huma­na también, es humana y mucho más que Nuestro Señor. Él no podía pecar, era el Santo y el Justo por excelencia. La Iglesia es verdaderamente divina; nos brinda todas las cosas de Dios —particularmente la Santa Eucaristía—, cosas eternas que no podrán cambiar jamás, que serán la gloria de nuestras almas en el Cielo. Sí, la Iglesia es divina pero es humana. Ella está apoyada en hombres que pueden ser peca­dores, que lo son y que, si bien participan en una cierta manera de la divinidad de la Iglesia, en una cier­ta medida (como el Papa, por ejemplo, por su infalibilidad, por el carisma de la infalibilidad participa de la divinidad de la Iglesia y sin embargo sigue siendo hombre), ellos siguen siendo pecadores. Fuera del caso en que el Papa usa de su carisma de la infalibilidad, puede errar y puede pecar. ¿Por qué escanda­lizarnos y decir como algunos, a imagen de Arrio, que él no es Papa? “No es Papa”, como decía Arrio: “No es Dios, no puede ser, Nuestro Señor no puede ser Dios”. Nosotros estaríamos tentados también de decir: “No es posible, él no puede ser Papa haciendo lo que hace”.
O, al contrario, como otros que divinizarían la Iglesia a tal punto que todo será perfecto en Ella, podríamos decir: “no se debe hacer nada que pueda oponerse a lo que venga de Roma, porque todo es divino en Roma y nosotros debemos aceptar todo lo que viene de Roma”. Los que hacen así son como aquellos que dicen que no era posible que Nuestro Señor sufriera, que no eran más que apariencias de sufrimientos, pero que en realidad Él no sufría, en realidad su Sangre no se había derramado. Eran apa­riencias que estaban en los ojos de aquellos a su alrededor, pero no eran realidad. Sucede lo mismo hoy con algunos que siguen diciendo: “No, nada puede ser humano en la Iglesia, nada puede ser imperfecto en Ella”. Se equivocan también. No siguen la realidad de las cosas. Hasta dónde pueda ir la imper­fección de la Iglesia, hasta donde puede subir, yo diría, el pecado en la Iglesia, en la inteligencia, en el alma, en el corazón y en la voluntad, los hechos nos lo demuestran. Así como yo os decía hace un momento, nosotros no habríamos jamás osado poner sobre los labios de Nuestro Señor estas palabras: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”  Y bien: jamás habríamos pensado que el mal, el error, podrían penetrar así en el interior de la Iglesia.

Nosotros vivimos esta época. No podemos cerrar los ojos. Los hechos están delante y no depen­den de nosotros. Somos testigos de lo que sucede en la Iglesia, de aquello aterrador que ha sucedido después del Concilio, de estas ruinas que se acumulan, de día en día, de año en año, en la Santa Iglesia. Más avanzamos, más se expanden los errores y más fieles pierden la fe católica. Una encuesta hecha recientemente en Francia decía que prácticamente sólo dos millones de católicos franceses son aún ver­daderamente católicos. Vamos hacia el fin. Todo el mundo va a caer en la herejía. Todo el mundo caerá en el error puesto que algunos clérigos, como decía San Pío X, se han metido en el interior de la Iglesia y la han ocupado.  Ellos han propagado los errores valiéndose de los puestos de autoridad que ocupan en la Iglesia.
Entonces, ¿estamos obligados a seguir el error, porque él nos viene dado por vía de autoridad? No más de lo que deberíamos obedecer a padres indignos que nos pidieran hacer cosas indignas, debemos obedecer a aquellos que nos piden abandonar nuestra fe y toda la Tradición. Eso está fuera de discu­sión. ¡Oh, por cierto, es un gran misterio!, este misterio de la unión de la divinidad con la humanidad. La Iglesia es divina, la iglesia es humana. ¿Hasta dónde los defectos de la humanidad pueden alcanzar, yo diría casi, la divinidad de la iglesia? Sólo Dios lo sabe.  ¡Es un gran misterio!
Nosotros constatamos los hechos, debemos ubicamos delante de los hechos y jamás abandonar la Iglesia, la Iglesia Católica y Romana, no abandonarla jamás, jamás abandonar al sucesor de Pedro, pues­to que es por él que estamos ligados a Nuestro Señor Jesucristo. Pero, si por desgracia, arrastrado por no sé qué espíritu o que formación o qué presión que él sufre, por negligencia él nos deja y nos arrastra hacia caminos que nos hacen perder la fe, y bien, nosotros no debemos seguirlo, reconociendo sin embargo que él es Pedro y que si él habla con el carisma de la infalibilidad, nosotros debemos aceptar, pero cuando él no habla con este carisma, puede muy bien, por desgracia, equivocarse. No es la prime­ra vez que nosotros constatamos algo semejante en la historia.
Estamos profundamente perturbados, profundamente mortificados, nosotros que amamos tanto a la Santa iglesia, que la hemos venerado y que la veneramos siempre. Es exactamente por ese motivo que este Seminario existe, por amor de la Iglesia, católica, romana, y que todos estos seminarios existen. Nosotros estamos profundamente mortificados en el amor de nuestra Madre, al pensar que sus servido­res, por desgracia, no la sirven más o inclusive lo hacen contra Ella. Nosotros debemos rezar, debemos sacrificamos, debemos permanecer como María al pie de la Cruz, no abandonar a Nuestro Señor Jesu­cristo, aun si él parece, como dicen las Escrituras: “Era como un leproso” sobre la Cruz. Y bien, la Vir­gen María tenía la fe y veía detrás de esas llagas, detrás del corazón traspasado, a Dios en su Hijo, su Divino Hijo.
Nosotros también, a través de las llagas de la Iglesia, a través de las dificultades, de la persecución que sufrimos, aun de parte de aquellos que tienen autoridad en la Iglesia, no abandonamos la Iglesia, amamos a nuestra Madre la Santa Iglesia; sirvámosla siempre a pesar de las autoridades si es necesario. A pesar de esas autoridades que nos persiguen, equivocadas, continuemos nuestra senda, continuemos nuestro camino: nosotros queremos mantener la Santa Iglesia Católica y Romana, queremos continuar­la y lo hacemos por el sacerdocio, por el sacerdocio de Nuestro Señor Jesucristo, por los verdaderos sacramentos de Nuestro Señor, su verdadero catecismo.

Mons. Marcel Lefebvre, extractos del sermón del 29 de junio de 1982. Tomado del Blog Stat Veritas.